viernes, 24 de enero de 2014

Una tela, una historia: Raquel

Raquel estaba harta de la ciudad. Tanto ruido, tantos coches, tanta gente y tanto humo. Ella quería vivir en el campo, en una casita con un jardín lleno de rosas y un perro con el que dar largos paseos.
Así que un día se decidió. Compró una casita con jardín en un pueblecillo perdido. Hizo las maletas, sacó un perro de la perrera y se mudó al campo. 

Los primeros meses los dedicó a adecentar la casa: limpiar, lijar, barnizar. Elegir muebles y colgar cortinas. Engrasar el balancín del porche. Plantar rosales de todos los colores en el jardín y, ya que estaba, plantó también lirios, geranios y violetas.
Para cuando terminó con todo había llegado el invierno y tuvo que posponer los largos paseos con su perro Radú. Pero también la nieve tenía su encanto y disfrutó mucho tirándole bolas de nieve a Radú, que lo pasaba de lo lindo saltando y corriendo a cogerlas.

Por fin llegó la primavera. El blanco de la nieve dejó paso al verde de la hierba y las flores del jardín empezaron a desperezarse. Ilusionada, el primer sábado sin lluvia, Raquel se calzó unas botas de goma y con Radú a su vera salió a dar un primer paseo de reconocimiento.

Cinco, exactamente con cinco coches se cruzó en ese primer paseo de media hora. Cinco coches que la salpicaron de barro, la ahogaron con el humo y la obligaron a llevar a Radú atado con la correa casi todo el tiempo.
Volvió a casa algo frustrada, pero se consoló pensando que era sábado, el primer sábado de la primavera nada menos, y que esos coches serían de domingueros entusiastas que no molestarían entre semana.
El lunes lo volvió a intentar. Esta vez fueron diez los coches que se cruzaron en su camino. Ya en casa, de nuevo se consoló pensando que era día de mercado en el pueblo, y que a eso se debía tanto tráfico en una zona relativamente despoblada.

Pero fueron pasando los días y la cosa no mejoraba. Es más, tras un tiempo sin llover, los salpicones de barro fueron sustituidos por polvaredas que duraban horas suspendidas en el camino y hacían que le llorasen los ojos.

Raquel estaba triste. Había conseguido su casa en el campo, con un jardín lleno de flores. Y tenía a Radú. Pero no podía disfrutar de los largos paseos con su perro con los que había soñado por culpa de esos mismos coches por los que en gran parte había huído de la ciudad.

En eso pensaba mientras cuidaba de los rosales, arrancando las flores marchitas y podando las ramas enfermas. Estaba acariciando suavemente uno de esos rosales que formaban parte de su sueño cumplido a medias, cuando la retiró de repente soltando un gritito y se llevó un dedo a la boca. Se había pinchado con una espina del rosal. Mirando la gota de sangre que había aparecido en su dedo, tuvo una idea. Su expresión triste se transformó en una sonrisa traviesa y truinfante. Recogió los bártulos de jardinería y entró en casa.

Esa noche, después de cenar se hizo una taza de té y estuvo leyendo hasta la hora de siempre. Apagó las luces y esperó junto a la ventana a que el resto de casas del pueblo las apagaran también. Esperó nerviosa una hora más que se le hizo eterna. Y sólo entonces salió de casa, armada con una navaja bien afilada y las tijeras de podar.

A la mañana siguiente se levantó tarde. Había sido una noche agotadora. Pero estaba contenta e impaciente por disfrutar del resultado de sus esfuerzos. Se preparó para su paseo cotidiano y, mientras se alejaba, sonrió al oír las voces y gritos airados que salían de todas las casas del pueblo, lo que era raro en un lugar en el que normalmente reinaba la calma. Pero era comprensible, estaban enfadados. Alguien había rajado todas las ruedas de todos los vehículos a motor del pueblo.

Ese día el paseo de Raquel duró horas y no la molestó ningún coche.


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